Hace varios años, en uno de los salones de clase de la Facultad de Derecho de la ciudad donde nací, los estudiantes estaban esperando la llegada del profesor en bulliciosa desorganización.
Los abogados y abogadas en ciernes eran de diferentes edades, y el curso del turno noche, más en primavera, llevaba a hablar de distintos temas que nada tenían que ver con lo jurídico durante la espera. Todos conversaban, menos un joven sentado al fondo del salón que perdía su mirada vaya a saberse en qué punto de su particular y lejano universo.
Así se dibujaban los instantes, bajo el encanto de una luna redonda que se colaba caprichosa por uno de los ventanales, cuando un muchacho, que no era un estudiante, ingresó al salón.
Lo hizo muy tímidamente, vestía de forma humilde y llevaba una bolsa blanca en su mano derecha de la cual no se llegaba a percibir su contenido. Se ubicó en el frente con su espalda casi pegada al pizarrón, y en silencio comenzó a mirar de un lado hacia el otro con el solo movimiento de los ojos sin girar su cabeza. Luego de varios segundos así, al ver que todo seguía igual, comenzó a hablar en voz muy baja. El bullicio reinante hacía que sus palabras pasaran desapercibidas, totalmente inaudibles. Al ver que nadie le prestaba atención, guardó otra vez silencio.
En honor a la verdad, no eran todos los que no le prestaban atención. El joven del fondo del salón sí observaba toda la escena. Era el único que no estaba desconectado de la presencia del muchacho.
El ir y venir de las desaforadas palabras no cesaba, el muchacho tomó aire y alzando la voz, con tono firme, dijo: “UNA VEZ, UN DOCTOR MUY BUENO, ME DIJO QUE HABÍA UNA COSA MUY IMPORTANTE. QUE ESA COSA ALGUNAS PERSONAS LA TENÍAN Y OTRAS PERSONAS NO LA TENÍAN. Y QUE SI NO SE TENÍA ESA COSA ERA MEJOR NO HABER NACIDO. ESA COSA SE LLAMA DECENCIA”. Bajó la vista y se fue.
El silencio que cubrió al salón hería los oídos. Un estudiante saltó de su asiento y fue en busca del muchacho y lo trajo al salón. Ahora todos le prestaban atención. En su bolsa blanca traía unas chucherías que vendía para poder vivir. De más está decir que le fueron todas compradas.
El muchacho agradeció con una sonrisa, acompañado de un leve inclinar de su cabeza hacia abajo, y se retiró. Se fue en silencio y sereno, como había llegado.
En ese momento llegó el profesor que notó un ambiente extraño y preguntó si sucedía algo. Una mujer, de media edad, se puso de pie y dijo emocionada: “Acabamos de recibir una clase magistral. Una clase que nos dio un muchacho humilde con deficiencia mental. A nosotros, que nos creemos seres superiores, tuvo que venir un muchacho así para hacernos ver lo tontos y tontas que somos. Hemos aprendido de aquel que jamás pensábamos que podríamos aprender algo. Hoy aprendimos a oír y a respetar a toda persona, sea quien sea.
Pasaron los años y, tal vez, la mayoría de aquellos estudiantes ya no recuerden aquel momento. Tal vez sea así, pero el recuerdo sí perdura en aquel joven sentado al fondo del salón. En aquel joven que prestaba atención a lo que era, y sigue siendo, importante. Y yo lo sé porque…. Lo dejo librado a vuestra libre imaginación.
Jorge Antonio Di Nicco
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