Caminando de sur a norte por una calle paralela a la Estación de trenes, aparece de pronto ella, majestuosa, imponente entre las demás de la cuadra, rodeada de negras rejas con tolditos color verde brillante. Mezclado su techo de tejas antiguas pero cuidadas, con altas palmeras, grandes ficus y araucarias con enredaderas y jazmines -todo se ve sobre las rejas, claro-. ¡Qué casa tan grande!. ¿ A quiénes habrá pertenecido? ¡Viviría alguna familia acomodada desde la fundación de la ciudad? Es muy elegante! Hasta se asoman balcones de madera maciza con columnas pintadas de blanco.
Pero si se sigue caminando, todo cambia. Allí está. La puerta de grueso vidrio blindado. Un mostrador con tres empleadas robustas y amables. Allí hay que registrarse como visita.
Luego el portero automático que abre una pesada puerta de hierro, y al entrar por ella en fila, aparece la realidad.
Allí se los ve a ellos. Algunos solos, caminando sin rumbo, buscando quién sabe qué. Otros en grupo, fumando y fumando, sentados junto con sus familiares. Los más suertudos, los privilegiados.. ¿ Y el resto? Esperan y miran hacia todos lados. ¿ vendrá alguien alguna vez a verlos? Pero…¿ y si no tienen a nadie?
Caminando por prolijos senderos de lajas, y con un apacible escenario de estatuas y fuentes, se llega a amplios salones comedores y de estar -también con disimuladas rejas-.
Y allí dentro también, en las mesas,, los internados transcurren el recreo de las tres veces por semana con sus familiares, esbozando una débil sonrisa de resignación. Porque es la hora de las visitas. Pero después…qué será de ellos hasta el próximo encuentro?. –No te olvides de traerme los cigarrillos…¡ Sabés? |