02-02-2017
 

No habrá otro igual a Julio Sosa



 



Sin lugar a dudas, Julio Sosa fue el último cantor de tango que convocó multitudes. Y en ello, poco importó que casi la mitad de su repertorio fuera idéntico al de Carlos Gardel, aunque también es cierto que interpretó algunos títulos contemporáneos. Como dice el investigador Maximiliano Palombo, «fue una de las voces más importantes que tuvo el tango en la segunda mitad de los años cincuenta y principios de los sesenta, época en que la música porteña pasaba por un momento no demasiado feliz».


Posteriormente, dada su temprana muerte, se intentó repetir con él el mito Gardel, pero Sosa no era Gardel la extroversión y la carencia de ternura de su voz lo alejaban del paradigma del cantor de tangos. Por otra parte, al perderse su imagen, desaparecieron sus condiciones actorales, tan unidas al sentido de lo que cantaba.

De todas maneras, quedó su recuerdo, sobre todo en la generación que lo vio surgir y en las posteriores, como una de las más reconocibles e insoslayables figuras de la historia del tango.

Con el nombre de Julio María Sosa Venturini, nació en la localidad de Las Piedras, departamento de Canelones, Uruguay, el 2 de febrero de 1926, en el matrimonio formado por Luciano Sosa, peón rural, y Ana María Venturini, lavandera.

Apenas terminados los estudios primarios, la pobreza lo llevó a enfrentar la vida con cualquier conchabo que se le presentara. De ese modo, ejerció las más diversas ocupaciones: ayudante de mercachifle, vendedor ambulante de bizcochos, podador municipal de árboles, lavador de vagones, repartidor de farmacia, marinero de segunda en la aviación naval...

Pero sus ambiciones eran otras. Y tras esas ambiciones, intervenía en cuanto concurso de cantores se le pusiera a tiro. También apareció el amor, que lo condujo al altar con sólo dieciséis años; dos más tarde, se separó de aquella muchacha, llamada Aída Acosta.

Por entonces, se inició profesionalmente en la ciudad de La Paz (Uruguay) como vocalista de la orquesta de Carlos Gilardoni. Se trasladó luego a Montevideo, para cantar con las de Hugo Di Carlo, Epifanio Chaín, Edelmiro DAmario —Toto— y Luis Caruso. Con esta última, llegó al disco, donde dejó cinco interpretaciones para el sello Sondor en 1948.

En junio del año siguiente, ya estaba en Buenos Aires cantando en cafés, como el Los Andes, de la esquina de Jorge Newbery y Córdoba. También «realizó una prueba —señala Palombo— en la orquesta típica de Joaquín Do Reyes, pero el director consideró que la voz de Sosa era un tanto dura para el estilo interpretativo de su agrupación».

En agosto, lo descubrió el letrista Raúl Hormaza, que no demoró en acercarlo a Enrique Francini y Armando Pontier, que andaban con ganas de sumar un nuevo cantor al que ya tenían en su típica, Alberto Podestá. De ganar veinte pesos por noche en el café, pasó a los mil doscientos mensuales con Francini-Pontier.

En abril de 1953, pasó a la típica de Francisco Rotundo, con la que grabó en Odeón y de cuyas placas se recuerdan aún verdaderas creaciones como las de “Justo el treinta y uno”, “Bien bohemio” y “Mala suerte”.

En junio de 1955 ingresó en la de Armando Pontier y registró sus grabaciones en Victor y Columbia. “La gayola”, “Quién hubiera dicho”, “Padrino pelao”, “Martingala”, “Abuelito”, “Camouflage”, “Enfundá la mandolina”, “Tengo miedo”, “Cambalache”, “Brindis de sangre” o “No te apures Carablanca” fueron algunos de sus clásicos en esa etapa en que el éxito estaba ya completamente de su parte.

En 1958, contrajo un nuevo matrimonio, con Nora Edith Ulfed, con la que tuvo una hija, Ana María. Ya separado, reincidió, con Susana Beba Merighi, su compañera hasta el fin de sus días.

En 1960 reveló su otro aspecto artístico, el de poeta, con la publicación de un único libro, Dos horas antes del alba. También incursionó en la letra tanguera con una muestra Seis años, que lleva música de Edelmiro DAmario.

A comienzos de 1960, se desvinculó de Pontier decidido a iniciar su etapa de solista. Convocó, entonces, al bandoneonista Leopoldo Federico para que organizara su orquesta acompañante. Con ella comenzó a grabar para el mismo sello en que lo hacía con Pontier, Columbia, en 1961, cuando ya estaba firmemente emplazado en el gusto popular.

El periodista Ricardo Gaspari, titular del departamento de prensa y promoción de la grabadora, lo bautizó El Varón del Tango y de igual modo tituló a su primer larga duración. Todo parecía marchar viento en popa. Sólo había un inconveniente, enfrentarse al poderoso auge de la denominada Nueva Ola, el show business de turno, con el que se venían cercenando nuestras raíces culturales en la juventud de la época. Pese al riesgo que ello parecía representar, Sosa logró una venta de discos impensable para un intérprete tanguero de aquellos días y tan abultada como la de cualquier cantante «nuevaolero».

Ese enfrentamiento con la Nueva Ola se representó a la perfección en la escena que protagonizó para la película Buenas noches, Buenos Aires (1964), en la que entonó y bailó con Beba Bidart “El firulete”, ante unos jóvenes «twisteros» que terminaban por pasarse a los cortes y quebradas.

La realidad no estaba lejos; Sosa logró que una juventud desorientada volviera a la música que le pertenecía. Es por ello que quienes eran jóvenes entonces han olvidado las tonterías de las letras «nuevaoleras» y siguen escuchando al cantor de Las Piedras.

Al margen del tango y la poesía, Sosa tuvo otra pasión los automóviles. Fue propietario de un Isetta, un De Carlo 700 y un DKW modelo Fissore; con los tres terminó por chocar, debido a su gusto desmedido por la velocidad. El tercero resultó fatal. Durante la madrugada del 25 de noviembre de 1964, se llevó por delante una baliza luminosa en la esquina de la avenida Figueroa Alcorta y Mariscal Castilla (Buenos Aires).

Fue internado en el Hospital Fernández y luego trasladado al Anchorena, en el que dejó de existir el día 26 a las 9:30 horas. Sus restos comenzaron a ser velados en el Salón La Argentina y el exceso de público obligó a continuar el velatorio en el Luna Park (legendario estadio de box con capacidad para 25.000 personar). El 24 había cantado por radio su último tango, “La gayola”. El final parecía profético «pa que no me falten flores cuando esté dentro el cajón».

Publicado originalmente en el fascículo 39 de la colección Tango Nuestro editada por Diario Popular.

 

 

 




Autor: Andres Ira
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