Piense. ¿Cuántas veces, después de mucho tiempo, siguió recordando el nombre del árbitro de un partido? Ummmmmmmmm. A ver. Vamos haga memoria. Quizás, aunque no sea futbolero o amante de las estadísticas, tenga presente este apellido. “Codesal”. “Ah cierto, me suena”. “Alguna vez lo escuché”. ¡Cómo lo voy a olvidar!” Seguro que esta o alguna frase similar, se le habrá venido a la mente a la hora de leer el nombre de esta persona que los argentinos todavía recordamos, y todo porque en la final de Italia 90, a los 85 minutos, se le dio por sancionar una falta dentro del área a favor de los teutones y nos privó de traernos la copa a casa.
Aquel domingo 8 de julio de 1990 en el estadio Olímpico de Roma los seleccionados de Argentina y Alemania volvía a enfrentarse, como cuatro años antes en México 86, por la final del mundial. Para esa ocasión Argentina dejó de lado la tradicional albiceleste a rayas y salió a jugar con la casaca azul y si bien es cierto que el equipo no fue una máquina durante el torneo, días antes había eliminado al dueño de casa por penales y antes de eso a Yugoslavia, también por penales. Pese al entusiasmo el conjunto de Carlos Bilardo asistía a la última cita algo diezmado ya que no contaba con Caniggia, justamente el autor del gol en octavos ante Brasil, por acumulación de tarjetas amarillas. En cambio los de Franz Beckenbauer que habían dejado atrás a Checoslovaquia en los cuartos y a Inglaterra en las semis, llegaban más que confiados.
Durante el juego la suerte no parecía estar de nuestro lado, ya que además de la baja de Cani, se sumó la de Ruggeri que tuvo que ser reemplazado y por eso en el segundo tiempo su lugar lo ocupó Pedro Monzón, que encima de eso cometió una infracción y el juez lo mandó a las duchas. Monzón se convirtió en ser el primer expulsado en una final de copa del Mundo. A todo esto Diego hacía lo que podía mientras Simón y Basualdo despejaban cuanta pelota cayera en la defensa. No era fácil ya que enfrente estaban nada menos que Lothar Matthäus y Jürgen Klinsmann entre otros.
La cuestión que a muy poco del final con el resultado clavado en cero, a Roberto Sensini se le escapó la marca de Rudi Vöeller que entró al área y cuando, a la carrera cuerpo a cuerpo, el defensor argentino le cruzó la pierna para despejar el balón, el alemán, zorro viejo, aprovechó la volada y se dejó caer. Inmediatamente el juez del encuentro, el mexicano Edgardo Codesal, vestido de luto, perdón de negro pitó enérgicamente y señaló el punto penal. De nada sirvieron las protestas de Lorenzo, de Troglio que encima se ganó la amarilla y hasta de Maradona.
Andreas Brehme acomodó la pelota Adidas Etrusco y el estadio enmudeció. El mundo entero estaba expectante de ese momento. Sergio Goycochea, que había atajado nada menos que cuatro penales antes de ese partido, se tiró bien hacía su derecha y estuvo a centímetros de tocar el esférico, pero no pudo evitar que esas miles de banderas alemanas que estaban a su espalda comenzaran a flamear. De esa manera los germanos se consagraron por tercera vez como campeones del mundo, mientras nosotros nos contagiábamos de las lágrimas de Maradona y de todo el plantel que murió de pie, como mueren los héroes. De ese mundial nos quedará eternamente el recuerdo del emocionante gol de Caniggia a Brasil, el placer de aguarle la fiesta a Italia en su propia casa y las celebraciones en el Obelisco hasta quedarnos sin voz luego de cada triunfo. También, por supuesto, llevaremos dentro nuestro los festejos por las atajadas de Goyco y aquella canción emblema de la competencia “Un estate italiana”, que si no es la más linda de todos los mundiales, pega en el palo y queda boyando sobre la raya. De todo eso nos vamos a acordar siempre y de Codesal también, claro.
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