Hace unos años, en su ensayo Les Assassins de la Mémoire —un agudo estudio sobre el revisionismo neonazi en la Europa contemporánea—, el escritor francés Pierre Vidal-Naquet reprodujo la letra de “Cambalache”, el tango emblemático de Enrique Santos Discépolo. ¿Una cita descabellada? ¿Acaso un rasgo de exotismo de un intelectual en busca de oxígeno fuera del ámbito de la cultura europea? Según lo confesaría el autor, Discépolo cayó en sus manos a través de unos amigos latinoamericanos. Y él decidió incluirlo en un libro que nada tenía que ver con el tango. La imagen del cambalache como escenario del azar insolente, de la confusión de valores y la desacralización le pareció la más adecuada para sellar su texto de denuncia.
No fue aquella la primera vez que la obra de Discépolo despertó interés en el campo del pensamiento. El español Camilo José Cela lo incluyó entre sus poetas populares preferidos y Ernesto Sábato no ha dudado en identificarse con la filosofía pesimista de quien supo escribir en “Qué vachaché”: «El verdadero amor se ahogó en la sopa». Muchos años antes de estas reivindicaciones, los poetas lunfardos Dante Linyera y Carlos de la Púa definieron a Discépolo como a un autor con filosofía. Otro escriba de Buenos Aires, Julián Centeya, al reseñar unos de sus filmes, habló de «filosofía en moneditas», a la vez que arriesgaba una analogía —sin duda desmedida— entre Discépolo y... Carlitos Chaplin.
A diferencia de otros creadores populares que desplegaron su talento de modo instintivo y un tanto naif, para luego ser reivindicados por futuros exégetas, Discépolo fue siempre consciente de sus aportes. Podría incluso asegurarse que toda su producción artística está articulada por estilo común, un cierto aire o espíritu discepoliano que la gente reconoce inmediatamente, con afecto y admiración, como si su obra —más de una vez definida como profética— expresara el sentido común de los argentinos. La singularidad de Discépolo sigue inquietando, tanto dentro como fuera del universo del tango. Mientras la mayoría de sus coetáneos hoy suena extraña para las nuevas generaciones, el hombre que escribió y compuso “Cambalache” persiste, está vigente. O para decirlo con una de sus imágenes preferidas: sigue mordiendo.
Enrique se formó viendo teatro de la mano de su hermano Armando, el gran dramaturgo del grotesco rioplatense, y poco después se sintió atraído por las artes populares. Llegó al tango después de haber probado, con suerte dispar, la autoría teatral y la actuación. En 1917, debutó como actor, al lado de Roberto Casaux, un capo cómico de la época, y un año más tarde firmó junto a un amigo la pieza Los Duendes, mal tratada por la crítica. Luego levantó la puntería con El Señor Cura (adaptación de un cuento de Maupassant), Día Feriado, El Hombre Solo, Páselo Cabo y, sobre todo, El Organito, feroz pintura social bosquejada junto a su hermano, al promediar los años 20. Como actor, Discépolo evolucionó de comparsa a nombre de reparto, y se recordaría con entusiasmo su trabajo en Mustafá, entre muchos otros estrenos.
Si bien los mundos del teatro y el tango no estaban divorciados en la Argentina de Yrigoyen y Gardel, la decisión de Discépolo de convertirse en un autor de canciones populares fue resistida por el hermano mayor —Armando se había hecho cargo de la educación de Enrique después de la temprana muerte de los padres—, y no puede decirse que las cosas le hayan sido fáciles al debilucho y tímido Discepolín. Una tibia influencia familiar (Santo, el padre, fue un destacado músico napolitano establecido en Buenos Aires) puede haber sido una primera señal hacia el arte combinado de la organización sonora y la letrística, pero la revelación no fue inmediata. Por el contrario, tanto el insípido “Bizcochito”, su primera composición hecha a pedido del dramaturgo Saldías, como el notable y revulsivo “Qué vachaché”, editado por Julio Korn en 1926 y estrenado en un teatro de Montevideo bajo una lluvia de silbidos, fueron un mal comienzo, o al menos eso se creyó en el Buenos Aires que aclamaba los tangos de Manuel Romero, Celedonio Flores y Pascual Contursi.
La suerte del obstinado autor cambió en 1928, cuando la cancionista Azucena Maizani cantó en un teatro de revistas“Esta noche me emborracho”, un tango de ribetes horacianos (por el Horacio de las Odas) y tópico netamente rioplatense: aquella vieja cabaretera que el tiempo trató con impiedad. Días después del estreno, los versos de aquel tango circularon por todo el país. Los músicos argentinos de gira por Europa lo incluyeron en sus repertorios, y en la España de Alfonso XIII la composición gozó de gran popularidad. Había nacido el Discépolo del tango. Ese mismo año, la actriz y cantante Tita Merello retomó el antes denostado “Que vachaché” y lo puso a la altura de “Esta noche me emborracho”. Finalmente, 1928 sería el año del amor para un intelectual cargado de inseguridades. Tania, una cupletista española radicada en Buenos Aires que se revelaría como una muy adecuada intérprete de sus tangos, acompañaría a Discépolo el resto de su vida.
En una época en la que la autoría y la composición estaban claramente diferenciadas en el marco de las industrias culturales, Discépolo escribía letra y música, aunque esta última era imaginada con apenas dos dedos sobre el piano, para luego ser llevada al pentagrama por algún músico amigo (generalmente Lalo Scalise). Esta capacidad doble le permitió a Discépolo trabajar cada tango como una unidad perfecta de letra y música. Con un agudísimo sentido del ritmo y de la progresión dramática, con un gusto melódico impecable (Carlos de la Púa lo definió como un Pulgarcito Filarmónico), Discépolo se las ingenió para hacer de sus breves y muchas veces violentas historias una auténtica comedia humana rioplatense. Abandonó gran parte de la influencia modernista que hacía estragos en otros letristas (Rubén Darío fue el héroe literario de cientos de poetas argentinos, durante muchos años) y tradujo al formato menor de la canción, ciertas ideas dominantes de la época: el grotesco teatral, el idealismo crociano, el extrañamiento pirandelliano.
La proliferación de ideas en cada letra hallaba en el humor socarrón y en el lirismo de la música un cierto equilibro, una compensación sensorial, un modo de decir cosas en y a través del tango. Ningún otro autor llegaría tan lejos.
Desde luego, el hecho de que Carlos Gardel grabara casi todos sus primeros tangos ayudó en gran medida a la difusión y legitimación de Discépolo como autor y compositor de un género lleno de autores y compositores. En ese sentido, la versión gardeliana del 10 de octubre de 1930 de “Yira yira” figura entre los grandes momentos de la música argentina. La intensidad de la grabación, en la que no hubo recursos teatrales especiales y el cantante evitó todo énfasis innecesario, está dada por la inmediatez de la expresión gardeliana. No hay preámbulos instrumentales que familiaricen al oyente con el material, más allá de una apretada introducción de los guitarristas que exponen el estribillo con los trémolos y fraseos de bordonas típicos de los acompañamientos de la época. La línea melódica, con sencillez engañosa irrumpe de golpe, con una fuerza que excluye la queja.
“Yira yira” fue escuchado e interpretado como una denuncia cargada de escepticismo. El militante ridiculizado en “Que vachaché” vuelve a la carga, pero esta vez respaldado por una crisis material profunda. Ahora, el engrupido que se resistía a creer que «el verdadero amor se ahogó en la sopa» ocupa el lugar de la voz cínica. Los principios han sido trocados por la realidad. Es el triunfo del descrédito, pero ya sin el cinismo —y mucho menos el grotesco— de unos años antes. El personaje de “Yira yira” confió en el mundo, y este lo defraudó. Como en otros tangos de Discépolo, la letra cuenta una caída, un desalmado amanecer: ya no hay espacio para el engaño y la impostura. (Desde esta perspectiva, no están del todo equivocados quienes han visto en Discépolo a un moralista decepcionado por la modernidad, aunque tal vez sea mucho más que eso).
La línea que empieza con “Qué vachaché” y madura en “Yira yira” se continúa en los tangos “Qué sapa señor”" y, en 1935, “Cambalache”. Pero no es este el único estilo del arte compositivo de Discépolo. Este supo ser romántico en el vals “Sueño de juventud”, burlón en tangos cómicos como “Justo el 31” y “Chorra”, expresionista en “Soy un arlequín” y “Quién más quién menos”, pasional en “Confesión” y “Canción desesperada” y un tanto nostálgico y elegíaco en “Uno” y “Cafetín de Buenos Aires”, ambas creaciones escritas conjuntamente con Mariano Mores. No fue tan prolífico como Enrique Cadícamo, y una parte considerable de sus creaciones carece de interés. Es indudable que la variedad musical de Discépolo tuvo que ver con sus inquietudes teatrales y cinematográficas. Su puesta de Wunder Bar y sus películas más conocidas —Cuatro Corazones, En la Luz de una Estrella— dieron a conocer canciones —algunas casi olvidadas— que el director y actor escribió con su sentido programático.
Enrique Santos Discépolo nació en el barrio porteño del Once, y murió en el departamento céntrico que compartía con Tania. Su compromiso con el peronismo, hecho público a través de su breve y fulminante participación en un discutido programa de radio, lo distanció de varios de sus viejos amigos. Dos años después de su muerte, cuando las trincheras políticas ya no lo necesitaban pero varios de sus tangos seguían golpeando en la conciencia colectiva, Discépolo fue recordado por el escritor Nicolás Olivari en una nota memorable. Allí Olivari aseguraba que el autor de “Yira yira” había sido el perno del humorismo porteño, engrasado por la angustia. En cierto modo, aquella era una definición discepoliana.
Sergio A. Pujol es historiador y crítico musical. Entre otros libros, publicó Discépolo. Una Biografía Argentina (Emecé, 1997).
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